Cordura hace honor el epígrafe de Joseph Conrad que lo encabeza, y en el que se reconoce y constata que lo único que puede esperarse de la vida es «cierto conocimiento de uno mismo, que llega demasiado tarde». A ese limitado conocimiento de uno mismo y de la entera y potencial condición humana, por tanto y a muchas de las enseñanzas de la edad se dedican gran parte de los poemas del libro. Pisando la sesentena, el poeta parece dispuesto, madurez obliga, a «aceptar los trazados del destino con sereno talante», pero no olvida el tiempo pasado, consumido en ilusiones, en excesos a la vez de vitalidad y esperanza, en vértigos que conducían a dudosos fulgores. Desde la senda del descenso, el sujeto poético se debate entre la apartada aceptación del mundo, incluso de su estoico y sereno abandono, y de la condena de lo que ve entre la sobria reclusión, como imponen los años, y la puesta en solfa, batalla o tensión de estos inclementes y desesperanzados tiempos.
Pero, como en los grandes poemas barrocos e isabelinos, en Cordura la dicción se erige en la gran protagonista, una dicción tensa y dúctil, y una voluntad de contundencia y precisión en el lenguaje, no por culto menos impugnador y hasta descarado, que expresa de manera ejemplar los conflictos del hombre de hoy mismo.