El 18 junio de 1815, Napoleón es vencido en Waterloo por sus enemigos. Tras la derrota, el destierro: Santa Elena, una pequeña isla perdida en el Atlántico sur, frente a las costas de África. La monotonía y el hastío marcaron su existencia durante seis años, hasta su muerte, bajo la atenta mirada del gobernador Hudson Lowe, mediocre funcionario al que tocó en suerte ser el carcelero del otrora amo de Europa.
Como nos narra con todo lujo de detalles Blas Matamoro en su ensayo introductorio, Napoleón pasó el tiempo de su cautiverio paseando, a pie o a caballo, leyendo tragedias francesas a su escueta compañía, o jugando partidas de naipes, billar o ajedrez con alguno de sus ayudantes, pequeñas distracciones para un viejo soldado aquejado de diversas y molestas dolencias. El conde Las Cases, oído atento, mantuvo largas conversaciones con el Emperador, fruto de las cuales nació el Memorial de Santa Elena.
A punto de morir, agónico y debilitado, el propio Napoleón escribió sus últimas voluntades. El testamento propiamente dicho, sus varios codicilos y demás documentos adjuntos, que ahora se publican por primera vez en español en su integridad, son tremendamente prolijos en sus instrucciones y beneficiarios. En ellas, el Gran Corso dio puntillosa cuenta del reparto de todo su patrimonio, incluidas sus seis camisas o su humilde pijama.