A veces son episodios sencillos, pero que tienen algo extraordinario: de ellos brota un encanto, o impactan por una evidencia que ilumina, por un candor casi infantil que nos conmueve y nos llena de gozo.
Nos enseñan a injertar en cada momento las cosas insignificantes de la existencia humana en el entramado de un designio divino, y a la vez simplifican todos los problemas de la vida.
Sobre todo demuestran que Dios existe, porque cuando los cristianos damos, Él da; cuando pedimos, responde; consuela nuestro llanto y el de los demás; nos viste como a los lirios del campo; nos colma de bienes cuando carecemos de todo; pedimos lo imposible y nos llega; arrojamos en Él nuestras preocupaciones y las resuelve una por una; se preocupa de nosotros mucho más que de los pajarillos; lo invocamos y se pone a nuestro lado; tenemos más fe en Él que en ninguna otra cosa en el mundo y está presente en todas las circunstancias de nuestra vida.
Él está siempre con nosotros, sin falta. Interviene, a veces enseguida o quizá al cabo de un tiempo, pero interviene. Son la prueba de que los nuevos movimientos y comunidades eclesiales son un retorno a la radicalidad del Evangelio.