El Imperio Bizantino, heredero de la antigua Roma, extendió su dominio durante más de diez siglos, desde el final de la Antigüedad clásica hasta el inicio de la época moderna. Constantinopla, su capital y centro, irradió un arte imperial cuyo prestigio no solo alcanzaría sus vastos territorios, sino que además produciría un profundo impacto en el arte de Occidente. En lo que respecta a la formación de la iconografía bizantina, debe tenerse en cuenta, como punto de partida fundamental, la querella en torno a la utilización de las imágenes que tuvo lugar en Bizancio entre los años 726 y 843. Las acusaciones de idolatría y la negación de la santidad inherente a los iconos de los postulados iconoclastas, condujeron a la prohibición de la imaginería religiosa por parte de diversos emperadores. Las imágenes religiosas durante el periodo iconoclasta fueron muy escasas, eliminándose cualquier tipo de representación figurativa y reduciéndose la decoración de las iglesias a la cruz como único motivo iconográfico. Tras más de un siglo de intensas luchas, el triunfo de los ortodoxos y la derrota de los iconoclastas en 843 supusieron el reestablecimiento de las imágenes sagradas en el Imperio Bizantino.