\"Lo dicho, lo escrito, lo ignorado\" es y no es, pese a las apariencias, un libro de definiciones de palabras. Es y no es un diccionario. Es y no es un libro que intenta decidir, establecer y fijar un léxico, un vocabulario que pretenda enseñar algo. Tampoco es cierto que sea un libro que sólo tiene que ver con el ejercicio de la escritura, mucho menos con esa práctica autómata y cerrada sobre sí misma con la que muchas veces pronunciamos el código estrecho de lo académico. La escritura que se ha puesto en juego es una escritura de frontera. A veces inclasificable. Lo que no la hace ni mejor ni peor que otras escrituras. Hay, por cierto, una presencia respirable de la lectura, de los efectos de la lectura, de la compañía de la lectura, de esa lectura peculiar que se hace presente cuando es convocada por la escritura.
\"Lo dicho, lo escrito, lo ignorado\" es una reunión de textos que ha optado por ensayar entre la pedagogía, la literatura y la filosofía casi un centenar de palabras y que intenta pensar qué es decir una palabra, qué es ponerle voz, qué es darle voz. La voz está en el cuerpo, está encarnada. Decir una palabra y hurgar por dentro de lo dicho es el único modo que disponemos para impedir que una palabra se nos imponga como lo que debería ser, que se volatilice en el frenesí voraz de estos tiempos y se pierda, irremediablemente, pues ya nadie puede o desea pronunciarlas.
Hay muchas palabras que se han caído al suelo. Y las pisoteamos o disimulamos pensando que no están allí o las escondemos impunemente debajo de la alfombra de la voracidad del progreso hasta abandonarlas, polvorientas, en nombre de la razón creciente. Tal vez no hemos advertido que somos nosotros mismos quienes estamos caídos, quienes nos escondemos detrás de las palabras caídas, quienes nos abandonamos en la pronunciación demasiado fugaz o quienes formamos parte de ese lenguaje que no conversa, un lenguaje deshabitado, un lenguaje sin voz.