Empujado por las circunstancias, un buen día Eduardo decide irse a probar suerte en la vieja Europa. Después de unos intentos y alocados años en Mallorca, el amor, como en un cuento de hadas, le lleva a Holanda. Allí su nueva vida transcurre con normalidad, incluso se diría que con cierta placidez. Solo el idioma, los cielos casi siempre nublados y, de vez en cuando, los noticieros le recuerdan de tiempo en tiempo su condición de emigrante, hasta el día en que los acontecimientos se precipitan: a la inesperada muerte de su mejor amigo Ramiro se le une la marcha de su hijo adolescente Nicolás, también empeñado en irse a vivir a otro país, lejos de su casa y de sus padres. Con su ópera prima, el autor nos recuerda que todo emigrante habita un "país imaginario": nunca acaba adaptándose del todo a su país de acogida mientras que su "tierra chica" apenas ya le profesa amor. Este nuevo "estado líquido" -como diría Zygmunt Bauman- se erige en metáfora del destino de muchos ciudadanos en pleno sigo XXI, obligados a huir de sus patrias por guerras, conflictos o, sencillamente, la situación económica. Emigrante para siempre mezcla de manera magistral el presente más reciente con acontecimientos pasados para relatar que, una vez tomada la dura decisión de dejarlo todo atrás, uno se convierte precisamente en eso, en un "emigrante para siempre".