«Cuando maté mi primera ternera, no tenía más que diecinueve años. Lo hice porque, desde mi nacimiento, estaba destinado a ser matarife, como entonces lo era mi padre y como antes lo habían sido mi abuelo y mi bisabuelo.» Hijo enclenque de un padre«inmenso», terrible, tuvo que someterse al ritual sangriento del relevo la alternativa, dirían los taurómacos en el oficio familiar. Pero, contrariamente al padre, el hijo no tarda en convertir el acto brutal y mecánico de dar muerte en una grandiosa ceremonia orgásmica, en la que sangre y gozo se funden en un éxtasis sin límites. A partir de este estallido iniciático, el lector se sentirá, él también, capaz de cualquier exceso, hasta el de desear y amar a cada una de las dulces terneras que, poco después, junto al protagonista, rematará violentamente en pleno paroxismo de los sentidos. No obstante, una mañana, viene a ensombrecer este Paraíso el primer indicio de compasión, de culpa. Y, cuando por fin parece haber vencido esta insostenible debilidad, vuelve, irrefrenable, a sus delirantes orgías hasta que, en una tarde lluviosa, encuentra a una extraña joven que le cautiva. . .