En Desde la isla, desde la primera línea el lector se ve apresado por el narrador de esta magistral novela, que se dispone a relatarnos su existencia: «Soy un hombre viejo, por eso nada me es indiferente». Sin embargo, lo que en un primer momento parece ser tan sólo la confesión del anecdotario de una vida, irá desvelando, sin tregua, apenas sin piedad, la estructura social de una isla imaginaria. Lejos de la visión utópica de Tomás Moro sobre el espacio insular, este relato logra encapsular en este espacio cerrado y finito, plegado en sí mismo hasta lo autorreferencial, la esencia del ser humano, sus luces, pero, sobre todo, sus sombras: la violencia, concentrada en intricadas luchas intestinas de poder, así como sus derivaciones secundarias, desde la discriminación racial hasta el sometimiento religioso. Calvo logra construir una alegoría de las debilidades humanas, de la sed de servilismo, en una narración apretada, directa y lírica, con «algunas frases como fogonazos o aforismos, nada discursivas, muy fugaces, perfectamente insertadas en la narración y deslumbrantes en su sobriedad», como señalara Javier Marías, que hostiga al lector a mantenerse en alerta palabra por palabra, y cuya tensión no mengua hasta la última de ellas.