Dice el autor en el epílogo que este libro se parece al bolero de Ravel, donde la melodía es siempre la misma, pero con continuas variantes de tono, orquestación, introducciones y acompañamientos. De este modo, el bolero no resulta aburrido pero, al final, la melodía se ha quedado grabada y no se olvida. Pues bien: la melodía del libro quiere ser que la utopía no tiene lugar en esta tierra, pero tiene vigencia. Si se le quiere dar un lugar se convierte en dictadura, pero si se le niega vigencia, el mundo se convierte en desastre (ese es el balance de las partes segunda y cuarta). Esa utopía es la fraternidad: palabra de hondas raíces teologales y de contenidos profundamente humanos. La primera parte muestra algunas de esas raíces remontándose sobre todo a la cristología y a los evangelios. La tercera parte presenta algunos testigos (Teresa de Ávila, D. Bonhoeffer, Ignacio de Loyola, la teología de la liberación?) en los que se percibe que las realizaciones humanas siempre quedan por debajo de la utopía, pero dan mucho de sí cuando aspiran a ella. La obra está tejida con diversos escritos ocasionales, retocados y ampliados. Pero, al quedar todos unidos por ese hilo conductor de la utopía, pueden leerse salteados, sin obligación de continuidad, eligiendo lo que en cada momento convenga más al lector, dejándola descansar y sin la preocupación de leer toda la obra; aunque reteniendo esa melodía que, como en el bolero de Ravel, atraviesa la obra completa.