Esto no es una novela al uso, quizá sea un poema de 258 páginas. De carácter fragmentario, cada capítulo es, más bien, la imagen de una fotografía. Los personajes van creando un coro que canta la incapacidad de volver a sentir.
Definitivamente es un texto de búsqueda de encuentros y desencuentros, donde el autor juega con diversos estilos, pasando de narrador en narrador (de la omniscencia, a la primera persona, a la segunda, etc); intercala incluso relatos del más puro cine negro, o de la mejor carnalidad pulposa bukowskiana.
En Tragalluvias hay lugares comunes, como la cafetería de Anne, El picalagartos, donde Robin recupera en cartas su historia con Teresa; o El trasero de baba, la librería de Sean, que empieza a superar la pérdida de Ellen. Belle, nueve años, abre el telón pidiéndole a Anne que se quede a dormir; Susan, cuatro años, ha decidido no hablar hasta que mamá vuelva. Los niños de Sean son, además, la familia de Steven, sin memoria reciente, que ayuda ordenando libros. También están Miriam, tita Dolores, la abuela, Edward G. Robinson y Natasha encajando soledades y estos fragmentos rotos de fotografías.