Donald Antrim pertenece a esa nueva y brillante generación de jóvenes narradores que ha asaltado el escenario literario norteamericano en los años noventa. Su demoledor sentido del humor y un estilo depurado, que revelan una voz absolutamente original, le han convertido ya en su país en un autor casi de culto, pese a su aún escasa obra. Los cien hermanos, su segunda novela, que quedó finalista del prestigioso PEN/Faulkner Award, es una alegoría de la familia, que aquí se manifiesta como una grande y grotesca farsa.
Las reuniones familiares suelen oscilar entre la rutina o el bostezo. Sin embargo, el lector asistirá a una velada hilarante en compañía de una megafamilia cuyos peores secretos e inesperadas rarezas saldrán a la luz entre el cóctel inicial y el improvisado partido de fútbol americano que remata la cena. Doug, el narrador, un obsesivo genealogista dedicado a investigar la historia de la familia hasta sus orígenes, que probablemente se remonten a un antiguo monarca demente, es quien convoca, en la deteriorada biblioteca familiar, a sus noventa y nueve hermanos, entre los veinticinco y los noventa y tres años. Como si se diera un cruce entre los hermanos Karamázovy los hermanos Marx, el clima general va acalorándose y, sobre todo, desquiciándose. A medida que la biblioteca se desmorona, el lector va descubriendo que la supuesta locura de esa extraña familia es tan sólo aparente. De hecho, llevada al extremo, es como cualquier otra...