Como peces que se escurren en un riachuelo, así las historias que componen La soledad dejó de ser perfecta fluyen a lo largo de estas páginas, advirtiendo de su presencia a un pescador dormido. El pescador, Alberto de Frutos, abre los ojos y clava su caña en el agua de los recuerdos, de los propios y de los inventados, hasta bosquejar un bodegón de olores, sabores, sonidos, visiones y caricias, que, por obra y gracia de la literatura, se instalan otra vez en el presente, con la cautela de los presos repatriados. La infancia como territorio mítico, la madurez como duda insaciable y la vejez como acertijo descifrado son los paisajes por los que transita este melancólico.