Argumento de La Epopeya del Laberinto
Escribir es descifrar la secreta arquitectura de la penumbra. Es invocar a la dulce daga del tiempo, habitar extramuros de la pena y no tener más que los afectos como equipaje hacia la muerte.
Y nos vierte el pasado sus légamos incurables, arroja más insania que el destino, aprendiendo la cotidiana costumbre de la renuncia, que nos convida al dolor como una flor extraña y necesaria, y nos deja en el desamparo de ese esfuerzo diario que es vivir.
Pero existe un espejo leal, un viento cálido que brota de las entrañas, un amor sin nombre que ofrece y no pide, un afecto silencioso que grita a los árboles de la historia: no estamos completamente solos. Y esa soledad se hace minúscula, infinita, porque suma el desaliento colectivo de todos los seres, que brindan su hospitalidad a la esperanza, al deseo unánime de dar cobijo al hombre deshabitado que somos todos nosotros.1