Muchos personajes ilustres que nos han precedido en la historia eran, en realidad, mentirosos, perjuros, asesinos, traidores, ingratos, cerebros demediados y, también, orates perdidos. A pesar de esta injuria, a algunos de ellos se les sigue honrando la memoria dedicándoles nombres de calles y de plazas. Personajes, a quienes hemos tenido por santos, héroes, verdaderos ciudadanos, padres honorables, políticos y periodistas honrados, obispos piadososy humanísimos, militares justos y alcaldes bondadosos, han sido, si no todo lo contrario, también: crápulas, violadores, inmorales, y crueles hasta la vesania. No sólo transgredieron las normas más comunes de la convivencia, aquellas que derivan de una concepción plural de la vida a ras de suelo, sino que, incluso, lo que ellos consideraban lo más sublime, su fe en Dios y en su santísima Madre, se la pasaban cuantas veces fuera necesario por la esfera de su estómago y de su infinita ambición. con tal de conseguir sus efímeros objetivos. Desgraciadamente, estas prendas, «¡menudas prendas!», diría el argot coloquial, abundan en todos los ámbitos posibles de la degradación humana: religioso, militar, político, periodístico, educativo, sexual, familiar y social. Ramón Lapesquera rescata del tiempo olvidado de la historia algunas piezas mayores y menores que revelan lo mucho que tardó Navarra en entrar en la modernidad de la penicilina, a no ser que por modernidad se entienda esa portentosa capacidad para producir ilustres prendas a manta. En esto, Navarra, si no fue de las primeras, lo fue ex aequo. con quien lo fuera.