En los niños, este sentimiento puede aparecer ante un trato injusto, con alguna tarea que no le sale, al no conseguir un capricho, por el incumplimiento de una promesa, si le quitan un juguete...
La ira tiene su función, no lo olvidemos. Sirve para que el niño se defienda ante situaciones injustas o para que se esfuercen más ante determinados retos. Si bloqueamos este sentimiento en nuestro hijo, solo lograremos aumentar su malestar y terminará convirtiéndose en agresividad o violencia, y eso es lo último que queremos, ¿verdad? ¿Qué hacemos entonces?
Debemos ayudar al niño a RECONOCER y a REDIRIGIR este sentimiento, explicándole cómo nos afecta y enseñándole formas adecuadas para gastar esa energía: hablar de aquello que les enoja, buscar el apoyo de los mayores, cambiar la forma de afrontar esa tarea difícil... ¿Y si aparece la agresividad? Como siempre... ¡mantened la calma! Debemos ser firmes y serenos, nunca agresivos, evitando culpar a nuestro hijo con expresiones como «eres malo». Es mejor reprender la conducta y dar tiempo al niño para pensar en ello. Por supuesto, regañar o castigar no es suficiente. Una vez se reduzca la agresividad, es importante explicarle las consecuencias de lo que ha pasado para que asuma su RESPONSABILIDAD, y darle alternativas. Pero ¡ojo! Debemos ser razonables y comprender que, a veces, el enfado está justificado a pesar del mal.
«No podemos elegir qué sentir, pero sí podemos decidir qué hacer con lo que sentimos y, por supuesto, podemos enseñar a nuestros hijos a hacer lo mejor con aquello que sienten.»