Julio Robles, felizmente casado y padre de dos muchachas adolescentes a las que adoraba. Él, que era un hombre tranquilo con una inteligencia bastante notable, escuchaba en silencio durante la habitual tertulia de la sobremesa de los días festivos, como uno de aquellos dos jóvenes a los que su hija mayor Mári había invitado a comer en su casa aquel día de domingo, en muestra de confraternidad y compañerismo, tras haber asistido juntos a una conferencia ofrecida por un, en aquellos momentos reputado personaje, en la que trataba de poner de manifiesto el trato discriminatorio a que estaban sometidos, los restos de los fallecidos durante la guerra civil, aquel se explayaba con eruditas divagaciones sobre un tema del que con sus palabras ponía de manifiesto no tener ni pajolera idea. Mientras que él, para bien o para mal, bastantes años antes y de una manera un tanto imprevisible y sin habérselo propuesto, había alcanzado una licenciatura con revalida incluida sobre aquel mismo y escabroso tema, por eso en la primera ocasión que tuvo, tomó la palabra para poner algunos puntos ausentes sobre las íes, dejándoles muy claro e intentando sobre todo hacerles comprender a los allí presentes, que no era su intención condicionar ideológica-mente a nadie, explicándoles a continuación, que todas las cosas se ven según el color del cristal con que se miran .