Por aquel entonces, apenas sabía que, de mis cuarenta compañeros, solo veintidós seguiríamos vivos al final de la guerra. La mayoría de las caras que filmé aquella mañana de abril solo serían borrosos recuerdos en la memoria de los demás, manchas de tinta negra en su pasado. En la cinta parecen alegres, riendo y cantando en un intento de olvidar que tal vez ahí fuera sus padres, amigos y hermanos podrían estar muriendo. Éramos un grupo de niños de once años inconscientes e ingenuos, con las mejillas aún sonrosadas y algún que otro diente de leche que se aferraba a nosotros como los últimos capítulos de un diente de león antes de volar lejos, feroces como el viento.