La historia de griegos y romanos estuvo inextricablemente ligada a los avatares de sus centros urbanos, dentro de cuyos muros debatieron y pusieron a prueba las diversas formas de coexistencia y gobierno, y fuera de los cuales erigieron sobre el resto una dominación que intentaron hacer perdurable.
Fue sobre todo una ciudad la que lo logró: Roma. Sus ciudadanos construyeron un Imperio cuyos regentes afirmaban con orgullo haber llevado a los pueblos conquistados la paz, el derecho y un bienestar perdurables. Sin embargo, tras la caída del Imperio romano, numerosas ciudades quedaron libradas a su decadencia. La propia Roma, la antigua metrópolis del mundo, en el siglo VI contaba únicamente con 30.000 habitantes, muchos de ellos marcados por la pobreza y las penurias. En las calles de la ciudad, famélicas figuras buscaban ortigas para acallar su hambre.
Así, la coexistencia de los habitantes de las antiguas urbes, ora brillante, ora difícil, es el tema de este libro. El autor acompaña a las gentes llanas y de elevado rango, a los paganos y a los cristianos por las calles de sus ciudades, y da cuenta de su forma de vivir y morir, de sus esperanzas y deseos, de sus ideas políticas y religiosas. Explica a su vez por qué la suerte de quienes ostentaban el poder político estaba ligada, para bien o para mal, al bienestar de sus súbditos urbanos.
Siglos después de la caída de Roma, resurgieron los ideales de libertad ciudadana y de dominación justa en una nueva Europa cristianizada, lo que hizo de la ciudad del Tíber la cuna de Europa.