Anochecía; una noche de invierno, triste, oscura, húmeda. La niebla era intensa y si en la ciudad resultaba difícil el caminar, en la campiña era preciso ir provisto de una linterna, ya que no se veía a tres pasos de distancia. Las casas de campo en Diciembre están en su mayoría desiertas: aquel velo de tristeza que recubre toda la naturaleza hace desear las diversiones, los placeres de la ciudad. Sin embargo, en una graciosa casita, distante próximamente unos ocho kilómetros de Florencia, escondida por una vegetación siempre verde, en aquella noche de Diciembre, se veía a través de los intersticios de sus cornisas, filtrar una luz viva, señal evidente de que los habitantes de aquella casa no habían pensado aún en abandonarla. En la planta baja, en una estancia común, pero calentada por buen fuego, se hallaban sentadas dos personas...