Mas fue avanzando en la vía del desafío al Estado español como quien se adentra en un bosque de espesa maleza que se obstruye a sus espaldas, cerrándose puertas una tras otra a una posible rectificación, en la confianza de que su rival en la Moncloa cedería en algún momento a una negociación o sería obligado a hacerlo por los líderes europeos. El president prometió a los catalanes que mantendría el rumbo a Ítaca, pero por el camino fue extraviando enseres y tripulación sin que se avistara el anhelado destino en el horizonte.
¿Qué impulsó a Mas a enfilar esa dirección y a mantenerla frente a viento y marea? ¿Quiénes le influyeron durante el trayecto? ¿Hubo algún momento en el que fuera posible cambiar el curso de la historia y evitar una de las mayores crisis institucionales y políticas de España? Al final, Carles Puigdemont, alcalde de Girona, independentista de cuna, tomó el relevo y acabó por proclamar una república simbólica que sólo sirvió para que Cataluña perdiera el autogobierno del que había disfrutado durante 40 años. «No quiero ser el presidente de Freedonia», dijo Puigdemont en un destello de clarividencia justo antes de sucumbir al apelativo más corrosivo y letal de todos, el de «traidor», y declarar una independencia que acabó naufragando.