En el mercado bogotano de La Perseverancia, esperando el turno para comprar papas, cebollas, tomates, una vecina me dice que ella no entiende la conducta de la gente. ¿En qué sentido?, le pregunto, y me responde que si tanto nos gusta la paz y salimos a pintar palomitas blancas a la menor oportunidad, ¿por qué no hacemos lo que hay que hacer para vivir en paz, y nos dejamos de tanta vuelta? Sí, aprueba otra vecina y aporta nuevas preguntas: ¿Por qué queremos siempre más de lo que hay para cada uno de nosotros en el mundo, y damos tanta pelea para quitárselo al que lo tiene? ¿Por qué la envidia esa, desaforada, que en Colombia mata más gente que el cáncer? ¿Por qué, si tanto mal nos ha hecho esta guerra que va para el siglo, aún hay tanta gente que sigue apoyándola? Me quedo pensando en lo de pintar palomas, que mencionó la vecina, y recuerdo la época en que Belisario Betancur como Presidente colombiano abrió un proceso de paz con las guerrillas, primeros años 80s, y la gente salió a pintar pequeñas aves en cuanta pared se encontrara libre. Entonces pienso en esa búsqueda mágica de la paz, tan afín a la gente sencilla, ese ofrecerle pinturas, sacrificios, danzas de niños vestidos de blanco, marchas con pañuelos, rituales como de iglesia. Rituales que la gente hace porque cree son del agrado de la paz, de Dios, esperando que ella o este queden en deuda con quien ofrece el rito, y favorezca sus deseos o necesidades, respondiendo a las invocaciones.