Una historia irresistible
Uno de los amigos a los que Javier Cercas regaló su novela Soldados de Salamina nada más publicarla fue el escritor y director de cine David Trueba. Hacia el mes de junio de 2001, antes de la explosión del "fenómeno Salamina", Trueba había tomado ya la decisión de que, tras La buena vida y Obra maestra, su tercer largometraje como director sería una adaptación de la novela de Cercas. El rodaje de la película, protagonizada por Ariadna Gil, Ramón Fontseré, Joan Dalmau, Diego Luna y María Botto, se inició en marzo de 2002 y se prolongó durante once semanas. Por aquel entonces, la novela -que nació destinada a convertirse, en el mejor de los casos, en un libro de culto- se había consolidado como "algo más que una novela". Soldados de Salamina llevaba ya varios meses en el primer puesto de las listas de ventas y estaba en un proceso de acumulación de reconocimientos nacionales e internacionales que aún ahora parece no haber concluido. No es probable que Javier Cercas, pese a que se defina como un optimista radical, hubiera aspirado a realizar tan pronto y de esta manera el sueño de cualquier escritor.
Un fotógrafo barcelonés, David Airob, fijó formidablemente con su cámara algunos de los momentos del rodaje de la película. Para una exposición de su trabajo, Airob solicitó a Cercas y Trueba que escribieran breves textos a modo de pies de fotos. Éstos pensaron en lo bonito que sería reunirlas en un libro, una iniciativa que enseguida sedujo a los editores de la novela. Para arropar las fotos, se creyó interesante añadir unas conversaciones entre el escritor y el cineasta.
David Trueba fue, una vez más, el responsable de una gran alegría para mí: el 9 de septiembre de 2002, me escribió una carta en la que me brindaba la posibilidad de "vigilar esta conversación, delimitarla, censurarla, cercenarla, llenarla de sexo [sic] y, esto es lo peor, transcribirla y darle un estilo uniforme". La oferta de David era un encargo irrechazable, de los que se aceptan antes de que acaben de proponértelos: iba a reunirme con mis dos amigos durante unos días y conducirles por vivencias, anécdotas y reflexiones provocadas por una novela y una película que tanto les -nos- había mejorado la vida. Esto yo no me lo podía perder.
Durante trece horas y quince minutos, asistí a un espectáculo para mí delicioso: dos primeras espadas de mi generación, dos creadores que aún no eran mayores de edad cuando murió Franco, arrojando su lucidez y alegría sobre las claves de la novela y de la película o sobre la Guerra Civil, la memoria y el olvido, el éxito y el fracaso y las endiabladas relaciones entre el cine y la literatura.
Lola Lamana y Teresa Ortas se ocuparon de la trascripción literal, una tarea que me permitió recuperar palabra por palabra el contenido de la charla. Luego, simplemente, me limité a depurar el texto y a introducir un cierto orden en la avalancha de ideas y anécdotas que llenaban las cerca de 400 páginas de la transcripción. El 31 de diciembre de 2002, David y Javier vinieron a pasar la Nochevieja y el día de Año Nuevo a mi casa de Zaragoza. En medio de una simpática resaca, revisamos esa primera versión y sacamos algunas conclusiones.
El resultado de este trabajo es Diálogos de Salamina, un libro insólito aunque sólo sea porque, por algún extraño motivo, es la primera vez que se publica, al menos en castellano, un libro de conversaciones entre el autor de una novela y el director que la ha adaptado. Tal vez las razones de esta singularidad se deban a la pura casualidad o, por qué no, al hecho de que no sea muy normal que coincidan tantos estímulos excepcionales alrededor de una misma obra que se expresa en lenguajes tan distintos como el cinematográfico y el literario. No es muy normal que la vida de un escritor se vea tan confundida con su propia creación y que en esta creación convivan, en una ambigüedad arrebatadora, el ensayo y la investigación periodística, el pasado y el presente o la realidad y la ficción. No es muy normal que un director de cine se sienta atrapado de esa manera por un material sólo en un principio literario y se obsesione en prolongar en su película la emoción y las infinitas sugerencias de una historia irresistible. Y no es muy normal que entre un novelista y el cineasta que ha osado poner sus manos sobre su obra se deslice tal grado de afinidad, admiración mutua y reconfortante complicidad.
A estas alturas, parece claro que ha sido un placer para mí contribuir a que Diálogos de Salamina haya sido posible. Aunque he de admitir que no he podido seguir, con el entusiasmo que merecía, la insinuación de David -su particular homenaje a Los viajes de Sullivan, de Preston Sturges- de llenar de sexo estas conversaciones. Eso era algo que, dadas las circunstancias, se revelaba un poco forzado. Para qué nos vamos a engañar.
Luis Alegre
Zaragoza, 10 de febrero de 2003