La capacidad para crear formas es, ante todo, lo que distingue al artista, que necesita continuamente ponerla a prueba y fortalecerla. En mi caso es desigual y porfiada, y parece depender de los momentos afortunados. El impulso más visceral es el que me obliga a liberarme de la pesadilla dándole forma a sus imágenes: días enteros de intensa concentración para ver la mejor manera de retener la oscura imagen y en ocasiones me despierto de un profundo sueño con una solución inesperada. Recomiendo al dibujante que repita sus motivos una y otra vez modificándolos constantemente; su recompensa será una precisa concisión de los trazos. No creo que estudiar incansablemente las obras de los antiguos y nuevos maestros del arte del dibujo pueda aportar algo a la propia originalidad, somos originales por naturaleza y le irá muy mal a todo aquel que tenga que esforzarse demasiado en ello. En mi caso estoy en deuda con trabajos de artistas medianos, pequeños y, muchas veces, incluso desconocidos. Tanto un Rembrandt como un Durero nos imponen por su perfección inalcanzable, pero también nos desalientan en la propia creación. Las innumerables obras de grabadores, litógrafos e ilustradores casi desconocidos, en cambio, me han obligado a permanecer atento a la multitud de problemas de este arte en blanco y negro totalmente abstracto.