La osadía en la cocina, como el picante, convierte en manjar la insipidez del agua, la mucosidad vegetariana, la patata cocida, el huevo soso, la salsa más flojeras, el puchero más zonzo y el consomé más cartucho. Lo mismo ocurre a la hora de enfrentarse a un libro, cuando el cocinero siente un vértigo similar al de ese primer día de servicio en el que está solo ante el mundo. El banco no te fía ya ni un duro y aún no has empezado, la campana extractora no funciona y la licencia de apertura no llega hasta mañana. No cabe la fruta en la cámara frigorífica, salta el piloto de los fogones cada vez que arrimas la olla y el aire acondicionado de la sala escupe fuego en vez de fresco por sus lamas mientras sopla fuera un calor que es pura chicharra. El servicio empieza en un plis plas y la parrilla está apagada, tienes jarretes anunciados en la carta, que aún hierven tiesos en su jugo, y falta por condimentar la polenta de maíz, montar las salsas y las guarniciones del mero, el costillar y la lubina. Los jefes de partida y ayudantes, pasteleros, marmitones y sala al completo, toda mi gente y clientes, tú también, pedís con la mirada, el pensamiento y toda el alma que suene música y esto marche. Confía. Habrá crónica de restaurantes redactada con hermosura, grandes personajes, chefs, productos, escritores, editores y gourmets peculiares, en un cajón de sastre a rebosar de mariscos, moluscos y crustáceos de centelleante colorido. Y algunas recetas para que te reboces en ellas, comidas añoradas, elaboradas, descritas con humor y soltura, cocina de verdad, sabrosa y apta para todos los públicos.
Con simpatía, franqueza y sin engolamientos ni jergas displicentes, David de Jorge prueba, sazona, corta, pregunta, felicita, sopla, descubre, sirve, recomienda, aliña, sonríe, recuerda y blasfema. La reacción es inmediata: empiezas a salivar y sueñas con atunes gigantes bailando sobre un mar de jugos gástricos, ajos y cebollinos.
Sergi Pàmies