Desde ciertas esferas urbanas se ha entendido la figura del bandolero como un salteador de caminos que, bajando de la sierra, se acercaba al llano para, como si del más desvergonzado delincuente se tratara, aligerar de peso las bolsas de los sorprendidos viajeros que por allí pasaban. El fenómeno se interpretaba así como un componente pintoresco, casi exclusivo, de sociedades rurales atrasadas, con difíciles comunicaciones y con escasa presencia de la autoridad policial.
Sin embargo, visto el asunto desde el interior de estas abruptas serranías, donde la mentalidad mayoritaria justifica, aún hoy en día, muchos de los actos que abocaron al bandolerismo (resistirse violentamente a pagar impuestos abusivos, robar a quien robaba, castigar al delator, agredir al capataz despótico o aplicar la propia e inapelable justicia), la cuestión toma un cariz bien distinto.
La imagen del bandolero que no teme a nada ni a nadie, que se echa a la sierra asociándose con ella en íntima complicidad; que se enfrenta a los injustos poderes públicos a pecho descubierto; esa es la imagen que ha calado hondo en el sentir popular, hasta el punto de extender la cuestión con verdadero respeto y, en algunos casos, con una pizca de veneración.