Orgullosos campos de pan, blancas fábricas, casonas de escudos y piedras saludarán a Miguel Medina. Apenas es un niño y está asustado, llega a la Estación Grande encerrado en una caja de naranjas, oliendo agrio. Don Eugenio Escudero proyecta nuevas líneas de ferrocarril, soñando progreso. Se vieron un momento, a través de un cristal quebrado, esbozaron silencios y reproches, suena el compás pasado, revivido.
Niño e ingeniero volverían a encontrarse a través de una mujer, Lucía, imperecedera. Ella reinará en la otra orilla de la ciudad sin nombre, en una finca llamada Ariza, ajena, mientras sus hijos buscan en el extranjero la respuesta al pasado castellano. A través de guerras y discordias, el viajero apura un chato de vino amargo.
Carlos Medina, el heredero, regresará como un héroe sin botín. Vuelve solo, con un gramófono y sus pinturas. Sonríe, despacio, en aquella Semana Santa de 1930 en la que todos contemplan la procesión, en la que la ciudad entera canta una salve y espera el siguiente tren.
Quizá llegue esta vez.