Abrí los ojos, el reloj marcaba las 3:00 a. m. Se cumplían dos semanas de despertar puntualmente a la misma hora después de alarmantes pesadillas, de levantarme en las mañanas con un ardor intenso en la espalda como si me hubieran apaleado. Supe que tendría que descifrar este acertijo: no podía dormir, tampoco vivir sin dormir. Estaba en lo cierto, el tormento se mantuvo durante un año. Siendo una ingeniera, que acostumbraba resolver todo desde la razón y que creía que entre más avanzara la ciencia más cerca estaríamos de entender el mundo, me vi obligada a evolucionar mis argumentos, a creer en una realidad que no puedo ver, palpar ni calcular.