Que un drama pueda ser vertido exquisitamente, que la furia y el horror puedan acercarse entre sesgos de belleza, de luz de mediodía, nos remite al Kubrick de Barry Lyndon, o aquel comentario sarcástico o tal vez no, del viejo conde transilvano en el film de Coppola, cuando ponderaba la hermosa música que hacían las criaturas de la noche, los lobos, ante su atónito invitado.