Cada uno de aquellos granos era un pecado mortal, según le decía el confesor. El sentido de la culpa no podía desligarlo del placer y éste era la hierba quemada de verano, el sonido de la resaca en la playa bajo el cañizo ofuscado por la luz del arenal. Sobre un fondo de crímenes famosos en aquella Valencia todavía huertana de los años cincuenta se desarrolla la conciencia del protagonista. EL crimen de la envenenadora, el garrote vil a aquel esquizofrénico que asesinó y cubrió de flores a la niña antes de depositarla en una acequia, la aparición de las piernas depiladas de un hombre con la uñas pintadas dentro de un saco: a través de esta geografía de la memoria un tranvía con jardinera cruzaba la ciudad y se dirigía a la playa de la Malvarrosa. En ese espacio olvidó el protagonista la neurosis del padre, la tortura de una educación religiosa, la sordidez social de aquel tiempo. Desde el fondo de la adolescencia llegó a Valencia un día en que todos los escaparates de las pastelerías exhibían la imagen del general Franco confeccionada a base de frutas confitadas. Cualquier héroe tiene que hacer un viaje para encontrarse a sí mismo. El viaje de iniciación entre la adolescencia y la juventud el protagonista de este relato lo realiza en un tranvía hacia la playa de la Malvarrosa, donde la libertad fue conquistada y la inocencia quedó atrás junto con el bañador olvidado bajo un arbusto de adelfas.
Manuel Vicent