La publicación de un libro que celebra la obra de Daniel Guebel (1956, Buenos Aires) supone una ironía imperdonable: condenarlo a ser un pésimo escritor. El mismo Guebel, hace ya varios años, advertía una ecuación curiosa en la que aseguraba que cuánto mejor era un escritor, peores eran sus perspectivas de éxito. Visto así, la supervivencia de Daniel Guebel en la narrativa argentina vale como toda una excepción.
Como sucede con buena parte de la obra de Guebel, no conviene tomar a la ligera esta observación. Ahora que han pasado casi veintiocho años de su primera novela, y con más de veinte obras publicadas, es posible mirar en perspectiva el trabajo de Guebel y confirmar cómo ha hecho suyo ese axioma que postula que la única forma de entrar al canon argentino es, precisamente, escribiendo contra él. Así, gracias a un talento inusitado para la multiplicación, los libros firmados por Guebel van de las novelas que lidian con la ciencia ficción, como El perseguido (2001), a otras que se adentran en los pliegues de la derrota amorosa, como Derrumbe (2007), pasando por críticas feroces a los discursos políticos, como El terrorista (1998), hasta llegar a textos que abordan historias medievales fascinantes como El caso Voynich (2009).