Al libro lo atraviesan rasgos de una ironía que recuerda cómo las cosas sobreviven a sus dueños, mientras explora el arte de levantar o de arruinar estatuas, un asunto con el que el tiempo, de manera feroz e iconoclasta, entretiene su insomnio. Se celebra a Brodski, a Carroll, nadie erige una estatua a Bakunin en la imposibilidad de esculpir el viento, la bruja de Goya sobrevuela la oscura noche del alma, el señor Rimbaud acepta que le hagan una estatua a condición de que le permitan fundirla para hacer balas y disparar contra su patria, Miguel Ángel nos recuerda que en todas las piedras del mundo hay una estatua dormida y que basta con eliminarles lo que sobra para encontrarla. También aparece, de manera arriesgada y podría decirse que celebratoria, su país, un territorio que en sus versos se mueve entre el asombro y la miseria.