Borrada la frontera que separaba ética y estética, el atractivo artístico ya pasa por el temblor de los mondongos mientras el esmero general en identidades de pantomima o atavío no redime al individuo de una soledad que lejos de implicar aislamiento echa raíces en compañía, se despliega en sociedad. La soledad de los grupos, por encima o más allá del retiro individual, da pie a un "arte" que es búsqueda y superación de límites, que abunda en la exploración identitaria, el escarceo o la divagación monologada. El yo, nivelado finalmente con el cuerpo, "siente" sin comprender que su carne sumida en el tiempo enferma, envejece y se degrada. En tales condiciones, ¿quién afirmaría hoy que el amor, trajín de biografías entre la ternura y el rencor, la atracción física irrefrenable y el odio más feroz, cuyo aforo anda entre el sexo crudo y la pasión sublimada -y a menudo adulterada-, no es apto a la reflexión estética? ¿No ha venido el arte a inundar la vida? Concédase que también la vida amorosa se ha vuelto un "arte" que congestionado por el aire de la época subsiste ajeno a técnicas, refractario a aprendizajes, lejos de la rotundidad a dos de un amor sin trabas.
Amor no es la Esfera de la perfección, está claro. Eros, su divino gestor, no es Sphairos. Pero la esfericidad es su deseo a la vez que un destino inalcanzable salvo con la imaginación. Y aun, cuando lo alcanza, es tan corta su vigencia que una vez caducado ni huella deja para el recuerdo. Una cosa es evidente: o el amor y la imaginación resisten aliados o aquél sin ésta es sexo pedestre, lerdo restregarse de las carnes, y ésta apartada de aquél ofuscación y onirismo: horizonte de espejos abierto al infinito.