La democracia representativa, es decir, el modelo de democracia que impera hoy en Occidente, conlleva en sí mismo, por insuficiente, un germen de destrucción, explícito en el descrédito que han alcanzado la política y sus representantes. Y eso es así porque la política es, en gran medida, sólo mentira, disimulo y farsa, un lugar de puesta en escena, un universo en el que se escenifican las decisiones y en el que abundan las falsas promesas y los falsos juramentos.
No es de extrañar, entonces, la facilidad con que se ha impuesto el Pensamiento Único, gracias al cual se está llevando a cabo un proceso de recolonización unipolar que empuja a Occidente a un modelo de capitalismo anterior a la primera guerra mundial, que destruye poco a poco las conquistas obtenidas en décadas de luchas y movilizaciones obreras, y que se apropia sin tapujos de la riqueza creada por los cambios tecnológicos y los espectaculares aumentos de productividad de estas últimas décadas.