Desde ahí esta obra estudia tanto el surgir originario como la transmisión histórica. La revelación no es un dictado milagroso, sino un «caer en la cuenta» de la Presencia fundante y siempre activa: «Dios estaba aquí, y yo no lo sabía». Lo descubre uno profeta o fundador, pero Dios está queriendo manifestarse a todos con idéntico amor. Por eso el anuncio ejerce de «mayéutica histórica»: el creyente crítico es despertado por el profeta, pero no cree porque lo dice el profeta, sino porque él o ella se reconocen en lo dicho: «ahora ya lo hemos escuchado nosotros» (samaritanos); «la Biblia y el corazón dicen lo mismo» (Franz Rosenzweig).
Esto vale para el individuo y vale para toda religión. El diálogo de las religiones se sitúa así en un espacio común, postulando nuevas categorías pluralismo asimétrico, teocentrismo jesuánico, inreligionación y propiciando un nuevo espíritu de acogida, respeto y colaboración. La obra se cierra analizando el significado de la revelación como Escritura y la ulterior formalización en el dogma y la teología.