Es todo un logro pretender excluir el filosofar por parte de los nuevos intelectuales (léase, periodistas, científicos, políticos, ministros, hombres de la Cultura) del protagonismo que antaño tuvo. Nuestro objetivo es devolver al terreno de juego a la Filosofía como la única disciplina que puede prestar un poco de luz en torno a tanta confusión. Y por ello se debe movilizar a los lectores e invitarles a salir de su zona de confort. Tal tarea la intentaron todos los filósofos anteriores con desiguales resultados. Este ensayo se propone, no quepa ninguna duda, azuzar al que lo lea señalándole la importancia que tiene su propia filosofía y, cómo no, denunciar la deriva de los que se consideran a sí mismos intelectuales porque venden más libros, más novelitas, o porque predican desde unas cátedras televisivas de dudosa calidad. Mientras vivamos, con cierta lucidez, no dejaremos de intentar destruir los mitos e ideas falaces que campan libérrimamente por el ambiente. Tampoco cesaremos de acoger toda suerte de críticas que nos lluevan y que nos hagan más firmes. Bien es verdad que no daremos nuestro brazo a torcer a cualquier aficionado. Eso es de esclavos. En las clases y fuera de ellas hemos visto la fuerza del filosofar en los alumnos cuando denunciamos la impostura de la mentira y sus consecuencias. Quienes traten de negar el papel fundamental del filosofar nos tendrá enfrente y en consecuencia surgirá la polémica inexorable. La actividad filosófica en el aula, en la tele, en la radio, en la calle es realmente peligrosa porque nos dispone a luchar hasta el último respiro. Sí. Filosofar es muy arriesgado. El mejor profesor de filosofía sería aquel que fuera rebelde, quizá arrestado como Sócrates, por su capacidad de provocar y de mirar al abismo como el abismo le mira a él, que intuyera Nietzsche. Como nos enseñó Heine: El Cielo se lo hemos dejado a las golondrinas y a los ángeles. Añadamos: Odio eviterno a todos los catequistas y filosofías apesebradas.