Unas innovaciones que, además, iban sin solución de continuidad a emplearse en la negra tarea de matarse unos españoles a otros, ante la mirada impertérrita y la colaboración forzosa de unos indígenas cuyo mundo se tambaleaba. Si la conquista fascina, su envés son las guerras civiles que diezmaron a la primera generación de conquistadores del Perú. La ambición, el orgullo y la desmesura, combustibles de unos hombres que se sentían sin límite, estallaron en una vorágine cainita, y cuadros de piqueros y arcabuceros remedaron sobre los cerros andinos las sangrientas batallas de la revolución militar europea. Un ejército desplegado en el campo de batalla no deja de ser un compendio de las características, cualidades, defectos, virtudes y limitaciones de la sociedad que lo organiza y de los hombres que lo componen. Hombres como Pedro de Valdivia, curtido en Italia y conquistador de Chile, Gonzalo Pizarro, que acarició romper con España y coronarse rey, o Francisco de Carvajal, el Demonio de los Andes. Todos ellos encontraron en el Perú mucha plata, sí, pero también mucha sangre.