Pesadillas de un niño que no duerme se articula en torno a dos ejes: el terror onírico como terreno fértil para la fantasía oscura y la ingenua mirada infantil como motor para lanzarse a la creación y al ejercicio de fabular historias. Con un hilo conductor tan mudable, es comprensible que los relatos recogidos en esta antología oscilen entre la fantasía más surreal y el realismo más perturbador, a veces mezclándose ambos extremos sin solución de continuidad, pues el universo de las pesadillas no se restringe a lo fantástico y, afortunadamente, nos hemos habituado a navegar entre ambos mares sin cambiar de barco.
El Casco Viejo era un dédalo insondable para los extraños: calles que morían sin previo aviso, pasajes que sorteaban los combados edificios, arcos abiertos como hambrientas bocas de cíclope, vestigios de épocas pasadas, oscuros caserones que mostraban generosos sus entrañas, enrejados sumideros por los que se perdían las aguas pluviales y, en el rincón más insospechado, una puerta al submundo. La rata se la mostró al final de la trastienda de un taxidermista. Tras las cortinas de pellejos secándose, más allá de las estanterías repletas de botes de conservantes y tarros llenos de ojos brillantes como cuentas, una tapa obstruía un túnel, un túnel conducía a las profundidades y las profundidades prometían un reencuentro. Ahí empezaba el verdadero laberinto.