Olvidé aquella historia, hasta que veintiséis o veintisiete años después di con el mismísimo asunto en un manoseado volumen cogido a la entrada de una librería de viejo. Era la vida de un marinero norteamericano, escrita por él mismo con la ayuda de un periodista. Había trabajado algunos meses a bordo de una goleta, cuyo patrón y dueño era el ladrón del que había oído hablar en mi más tierna juventud.
Inventar un relato pormenorizado del robo no me atraía. Fue sólo cuando se me ocurrió que el ladrón del tesoro no tenía por qué ser necesariamente un consumado sinvergüenza, que hasta podía ser un hombre de carácter, actor y posiblemente víctima de las cambiantes escenas de una revolución, fue sólo entonces cuando tuve la primera visión de un borroso país que iba a convertirse en la provincia de Sulaco, con su elevada y sombría sierra y su neblinoso campo como mudos testigos de los acontecimientos provocados por las pasiones de hombres miopes para el bien y el mal.
Al lector le corresponde decir hasta dónde merecen interés en sus actos y en los propósitos de sus corazones, revelados en las amargas condiciones de la época. Joseph Conrad