El cáncer que acabó con Christopher Hitchens visto desde dentro.
«En mis tiempos, me he despertado más de una vez sintiendo que me moría. Pero nada me había preparado para la mañana de junio en la que, al recobrar la conciencia, me sentí como si de verdad estuviera encadenado a mi propio cadáver. Toda la cavidad de mi pecho y mi tórax parecía haberse vaciado y después llenado con cemento de secado lento. Me oía respirar débilmente, pero no podía inflar los pulmones. Mi corazón latía demasiado o demasiado poco. Cualquier movimiento, por pequeño que fuera, requería premeditación y planificación. Me exigió un esfuerzo extenuante cruzar la habitación de mi hotel de Nueva York y llamar a los servicios de urgencias. Llegaron con gran rapidez y se comportaron con inmensa cortesía y profesionalidad. Tuve tiempo de preguntarme para qué necesitaban tantas botas y cascos y tanto pesado equipamiento de apoyo, pero ahora que visualizo la escena retrospectivamente la veo como una deportación muy amable y firme, que me llevó desde el país de los sanos a la frontera inhóspita del territorio de la enfermedad. En unas horas, tras realizar una buena cantidad de trabajo en mi corazón y mis pulmones, los médicos de ese triste puesto fronterizo me habían enseñado unas cuantas postales del interior, y me habían dicho que mi siguiente e inmediata parada tendría que ser con un oncólogo. Alguna clase de sombra se proyectaba en los negativos.»