Aquel caballero de alta estatura, delgado cuerpo y elegantísimo porte, de incansable movilidad e irresistible simpatía, fue el hombre que ha de figurar inevitablemente cuando se habla de la transición entre la España antigua y la moderna. El promotor, el impulsor, de todo aquello que en su día indicó reforma y progreso. Su crédito no ha de venir pues solo por aquellas grandes empresas que se le reconocen, encabezadas por el ferrocarril y la construcción del barrio que hoy lleva su nombre, sino por todos y cada uno de los proyectos que llevó a cabo hasta el final de sus días. Tan innumerables como desconocidos. Tanto en España como fuera de sus fronteras. Recorrió Europa para asociarse a empresas, para aprender, para levantar ferrocarriles, para excavar yacimientos o para ejercer de intermediario en asuntos políticos. Vivió en Italia, en Portugal y en Francia; recorrió Alemania, Inglaterra y Bélgica; navegó en incómodos barcos y cruzó los alpes italianos en trineo.
Este gran hombre, del que nadie desconocía su nombre ni sus logros, no cesó tampoco en su empeño de ayudar a los menos favorecidos; luchó por la abolición de la esclavitud en las colonias españolas y por la mejora de los derechos humanos, porque todos los madrileños disfrutasen de agua corriente, porque los escritores contasen con leyes que les protegiesen, pensionó a artistas sin recursos, fundó orfanatos y comedores, concedió altísimos sueldos a todos sus trabajadores, otorgó pingües jubilaciones y, al fin y al cabo, ayudó a todo aquel que le solicitó favores. La generosidad era en él una cualidad propia y nativa y nadie era pobre de cuantos vivían a su lado.
José de Salamanca no heredó pues los títulos de Marqués de Salamanca y Conde de los Llanos con Grandeza de España, los obtuvo con su esfuerzo. Su mayor empeño fue siempre servir a su patria, trabajar día y noche porque España alcanzase el esplendor que merecía, porque los últimos avances llegasen al país. Empréstitos que no desaparecerían tras su muerte, sino que continuarían evolucionando.