Cuando Marta Mingot llegó por primera vez al Congo en 2001, en los flamantes inicios de su carrera artística, lo hizo atraída por las historias que aquel atractivo belga le contó sobre Makuba, el mítico lugar del que él procedía. Aquel viaje cambió completamente no solo su visión del mundo, sino toda su vida. Se había sumergido, sin quererlo, en un mundo desconocido para ella hasta ese momento, una vorágine histórica de luchas de poder y sucesos despiadados, de intereses comerciales e ilícitos entre las grandes potencias mundiales, políticas y económicas, donde una vida humana valía menos que un pedazo de metal, pero estaba atrapada en las lejanas tierras de Kivu y era difícil escapar. Aquella inesperada aventura, junto a unos compañeros de viaje que el destino puso como un regalo en su camino, había dejado en su alma una herida abierta, una deuda que debía liquidar para poder proseguir una vida que ya nunca sería la misma. Había visto de frente el horror y la muerte y, sin embargo, en aquel viaje, también había conocido el auténtico valor de la amistad y a su verdadero amor. Dos años después, Marta volvió a África, pero esta vez no buscaba Makuba. Tenía que lograr cerrar aquella herida y cumplir la misión que la arrastró a una segunda aventura tan incierta como la primera vez que pisó aquellas tierras, pero esta vez estaba decidida a no volver sin lograrlo.