No se puede entender esta obra sin el precedente de crónicas de viajeros y descubridores, en época en que Inglaterra era dueña de los mares. Pero como ha señalado Paul Muldoon, Los viajes de Gulliver ha de ser leído, también, a la luz de las antiguas narraciones irlandesas conocidas como immrama, esos relatos de navegaciones extraordinarias de los que El viaje de Bran (Brendan o nuestro San Barandán) o La travesía de Máel Dúin (que adaptara Tennyson) son exponentes.
En otras ediciones, la censura o una pudorosa mano eliminaron los episodios más escatológicos de la trama. Esta nueva traducción de Antonio Rivero Taravillo mantiene, en estilo y espíritu, la gracia, el candor y la picardía del original.
Bajar cubierta para prensa
Jonathan Swift (Dublín, 1667-1745), hijo de ingleses establecidos en Irlanda, su padre falleció antes de que él naciera, lo que provocó el regreso de su madre a Inglaterra. Swift permaneció en Dublín con sus parientes, donde creció en condiciones similares a las de un húerfano. Para conseguir la independencia económica, en 1694 tomó las órdenes religiosas y en 1695 consiguió la pequeña sede de Kilroot en Irlanda. Sin embargo, vivió casi siempre en Londres, donde participó activamente en la vida política, religiosa y literaria del período llamado augusto, convirtiéndose gracias a su imaginación y a sus excepcionales dotes de polemista, en una de las personas más influyentes de la ciudad. En 1713 consiguió el decanato de la iglesia de St. Patrick de Dublín, y a la caída del gobierno tory, del que había formado parte como activo consejero, se trasladó a Irlanda. Allí, Swift tomó ardiente posición a favor de los irlandeses contra los atropellos de la administración inglesa, convirtiéndose en una especie de héroe nacional. Tras la muerte de su mujer Stella en 1728, cayó en un progresivo decaimiento físico e intelectual. Dejó su patrimonio a los pobres y destinó una parte de éste a la fundación de un manicomio.