Vivimos en un mundo de grandes titulares que recogen los hechos más relevantes, los nombres más mediáticos, las novedades más impactantes, que serán rápidamente desplazadas de nuestra atención por las siguientes noticias en un mundo de cambios profundos y vertiginosos. Con frecuencia solo leemos los titulares que nos llevan de la mano por el mundo virtual. Pero la vida cotidiana se teje puntada a puntada, en la letra pequeña de nuestras actividades, y la calidad de nuestras relaciones se juega en el tono justo de una palabra, en los segundos que sostienen una mirada que busca un corazón hospitalario.
El papa Francisco ha hecho un milagro. Ha logrado convertir en noticia lo común: ponerse unos zapatos negros, pagar la cuenta del hotel, llevar su propio maletín al subir al avión, usar un automóvil de obrero, acercarse a la gente que quiere saludarlo sin la distancia de un papamóvil blindado, besar a un niño, acercar hasta su rostro un discapacitado que no puede alzarse sobre sus propios pies. «La revolución del Papa Francisco es la revolución de la normalidad» (Adolfo Nicolás, sj).
Nuestra vida, aun en sus más pequeñas expresiones, está abierta al Infinito por su mismo centro. Cuando lo percibimos en las entrañas de lo real, nuestro vivir se llena de calidad, de sabor, de sentido, y es creador de futuro nuevo y consistente que resiste las apariencias volátiles y efímeras que pueden seducir nuestros sentidos.