Entre la Mitología del Mar existe una antiquísima leyenda que afirma que, cuando un humano atrapa a una sirena, ésta queda ligada al mundo del mortal y debe abandonar el Océano. Las sirenas son el mar, figuras que surgen del océano y de la fuerza del viento, de juegos de sombra y de luz y de brillos irisados sobre fondos de arena. Son su espuma, su rugido, su silencio y su misterio. Hablan su lenguaje de sonidos dulces, de ritmos cadenciosos y de vibrantes ecos. Del mar conocen todos sus secretos, saben dónde hallar los tesoros hundidos en sus profundidades y cómo despertar la vida que late entre las rocas. Las sirenas comparten con el mar su memoria. Carecen de individualidad, no tienen recuerdos propios. Su vida inmortal transcurre en un presente efímero, fugaz, sin conocer otro pasado que el de las leyendas del océano. Las sirenas son aún más esquivas que los destellos de luz fugaz sobre el agua. Al igual que ésta se derrama entre los dedos desde el cuenco de las manos, así escapa la ilusión de su reflejo del abrazo de sus perseguidores. Sólo cuando una de ellas lo elige, puede ser retenida. El precio de su decisión será el de renunciar al Mar para siempre y, con él, a su memoria. Sus recuerdos se perderán en la inmensidad. Jamás habrá vuelta atrás. El Océano la repudiará, encriptará sus enigmas en un lenguaje desconocido, le arrancará los secretos contenidos en el brillo de sus escamas y le ocultará sus misterios. A cambio, su sombra se hará corpórea, la espuma y la sal se cubrirán de una piel fina e inalterable y sus nuevos cabellos atraparán la fuerza de las corrientes y la luz del día, o de la noche. Para la sirena la eternidad se transformará en un extraño sentimiento: el amor. Por él sacrificará su libertad y su inmortalidad, para unir, de forma irrevocable, su nueva vida a la de su amado.