Fiel a su poética, que hace de cada libro el testimonio de un tiempo vivido, de un periodo vital, el poeta sugiere en La vida , con un lenguaje cristalino y como sin proponérselo, una sutil y matizada reflexión sobre el tiempo y el recuerdo, una recreación estética de la experiencia intransferible de madurar, rememorar y envejecer. Sabemos de la plenitud de la vida cuando ya forma parte del pasado, y sólo el eco de su fulgor nos redime de la abrumada incertidumbre con que nos cargan los años.
Desde un presente que inicia el descenso, en La vida se evocan, junto a la transparencia de la infancia, la experiencia culminante del amor y el irremediable sentimiento de pérdida que supone toda madurez. Si el recuerdo salva los restos de ese naufragio inevitable, los poemas de Sánchez Rosillo acaban provocando el milagro de rescatar las tibiezas del aire, la luz cegadora del verano, el crepúsculo detenido o las sombras premonitorias. Tras la aparente sencillez de los enunciados, sus versos captan aquí en un delicado equilibrio pequeños entusiasmos no verbalizables, añoranzas sin perfil, sentimientos hasta ahora mudos que los poemas logran convocar y hacer reconocibles. Como dice el poeta:
Toqué entonces el mundo: lo hice mío, fue mío.
Han pasado los años.
Ahora ya sólo soy
el que recuerda, el que vivió, el que escribe.