Este volumen recoge tres importantes tratados de San Cipriano: \" A Donato \", \" La oración dominical \", y el titulado precisamente \" La unidad de la Iglesia \", que presta su título al libro.
Tras la huella de Tertuliano en la literatura cristiana latina, ésta encuentra en Cipriano un continuador y, un nuevo punto de desarrollo que culminará en San Agustín. Con Cipriano asistimos a un progresivo y más dominante espíritu latino en la Iglesia occidental, al afirmarse un sentido práctico y un mayor interés por la organización y la estructura de la Iglesia.
Cipriano profundiza en la reflexión sobre la unidad de la Iglesia, y traza las líneas maestras de una auténtica teología de esta rica realidad.
Su ideal es la unidad: una unidad plena y viva, que él contempla como reflejo de la vida Trinitaria: unidad de todo el pueblo cristiano en torno al obispo, unidad de los obispos entre ellos, que anuden colegialmente los hilos de la comunión eclesial. Esta unidad es para él el gran designio de Dios sobre los hombres, de lo que en absoluto puede prescindirse.
No hay cristianismo fuera de la unidad, fuera de la concordia, de la paz, de la unanimidad. En la trama de unos ideales así es fácil encontrar exigencias y aspiraciones del mundo actual, y aquel rayo de cristianismo genuino que puede dar una respuesta a los problemas del mundo contemporáneo.
El Concilio Vaticano II ha incorporado en sus documentos citas y fórmulas acuñadas por Cipriano como, por ejemplo, la de la Iglesia como \"pueblo reunido en la unidad del Padre del Hijo y del Espíritu\". No existe comentario a la Constitución sobre la Iglesia que no confronte el pensamiento de Cipriano con la elaboración actual del Concilio, sobre todo en lo referente a la colegialidad. Además, Cipriano se hace cercano a nuestra sensibilidad por su extraordinario amor al Evangelio; hasta el punto de ser llamado \"doctor evangélico\".
San Cipriano nació en Cartago en el siglo III, en una rica familia pagana. Después de su conversión, a los 35 años de edad, fue ordenado sacerdote y luego obispo. Durante su episcopado tuvo que afrontar muchas dificultades, como las persecuciones de los emperadores Decio y Valeriano, mostrando así sus grandes dotes de gobierno. Con los fieles que habían claudicado ante la prueba - los lapsi, es decir, \"caídos\" -, fue severo pero no inflexible, concediéndoles el perdón después de una penitencia ejemplar. Durante la peste que asoló África, manifestó todo su espíritu de caridad invitando a los cristianos a socorrer también a los paganos.
Cipriano escribió numerosos tratados y cartas, con el deseo de edificar a la comunidad y exhortar a los fieles al buen comportamiento. El tema de la Iglesia era muy querido para él. La unidad es su característica irrenunciable: unidad que se fundamenta en Pedro y que se realiza en la Eucaristía. En su tratado sobre la oración del Padre nuestro, anima a rezar usando las palabras con moderación, porque Dios no escucha las palabras sino el corazón. El corazón es lo más íntimo donde Dios habla al hombre y el hombre habla a Dios; es, pues, el lugar privilegiado de la oración.