Cuando el verano de 1936 aparece en España, el panorama poético español era verdaderamente floreciente, se podían reunir nombres como Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Antonio Machado, Alberti, Lorca y el resto de sus compañero de generación, junto a ellos los más jóvenes que ya empezaban a adquirir personalidad en el firmamento artístico como Miguel Hernández y Rosales por no citar más que los nombres más conocidos y populares. El quehacer poético de estos hombres sufre durante la década 1930-40 un cambio bastante brusco dejando aparte la independencia ante los sentimientos de los más jóvenes y la fantasía modernista de los mayores, para buscar una palabra más existencial, más cerca del hombre y su vida. En este proceso hay que hacer las excepciones de rigor: Juan Ramón Jiménez, poeta de la «inmensa minoría» sigue fiel a su trayectoria primera, por otra parte la palabra de Unamuno y Machado desde un principio ha tenido un contenido ardientemente existencial el primero y serenamente existencial el segundo. Por ello, va a ser la palabra de estos dos hombres la más aceptada estos años: la de Unamuno como una influencia en el tono y en el desesperado sentir, la de Machado como un magisterio de persona y de profundidad y seriedad en el exponer.