Miércoles 22 de diciembre de 1976. Nueve de la noche. 90.000 personas se apiñan en el Cilindro de Avellaneda, un récord absoluto de público en un estadio de fútbol.
De un lado, el Boca de Juan Carlos Lorenzo, campeón del Metropolitano de 1976. Del otro, el River de Ángel Amadeo Labruna, bicampeón de 1975. En el medio, el árbitro Arturo Andrés Ithurralde, con el silbato listo para pitar el comienzo. Muy cerca, un hombre con cinta de capitán que dos horas más tarde conocerá el cielo y ocho años después, el infierno. Y alrededor de esa caldera blanquiceleste y circular, un país aparentemente tranquilo pero sumergido en las tinieblas de una dictadura naciente.
Ithurralde mira a sus jueces de línea y recibe el visto bueno. El "Loco" Gatti y el "Pato" Fillol, los dos mejores arqueros del país, le dan el ok con el pulgar hacia arriba. La televisión tiene listas sus cámaras. Los relatores se aprestan a iniciar la transmisión. La multitud se estremece. No hay más tiempo: Ithurralde sopla como si fuera la última vez. Arranca LA FINAL.