Desde la caída del muro de Berlín y el abrupto final de la Unión Soviética, el interés político e intelectual se ha concentrado en la elaboración de hipótesis acerca de qué «nuevo orden mundial» sustituirá al equilibrio bipolar. Estas especulaciones teóricas tienen inevitablemente un carácter profético más que racional. Sin embargo, son cada vez más absorbentes y fuerzan a menudo una interpretación y una gestión del presente realizadas desde la convicción de que nada, ni siquiera el sufrimiento, debe entorpecer el advenimiento de la sociedad del futuro, en vez de partir, como debería ser, de la voluntad de resolver los problemas de hoy para los ciudadanos de hoy. La inmigración quizá sea uno de los ejemplos más patentes de esta elección de la barbarie que parece estar consolidándose en el mundo posterior a la guerra fría: un ámbito en el que, de hecho, en lugar de reconocer las amenazas reales que se ciernen sobre los trabajadores extranjeros, son las propias sociedades desarrolladas las que se sienten amenazadas.