En su China natal la consideraban una mujer sin futuro, una «semilla seca». La única opción de la escritora era la huida: dejar atrás aquel régimen totalitario y empezar de nuevo en un país donde existiera la libertad.
Pero la tierra prometida tampoco se revela como un lugar fácil, sobre todo al principio, cuando la soledad se alía con la pobreza. Una ciudad desconocida y no siempre acogedora, trabajos precarios, marginación social y desalmados dispuestos a aprovecharse. Esta es la realidad que parece empeñarse en acompañar a la muchacha en su país adoptivo.
Sin embargo, pese a todos estos sinsabores, la autora nunca pierde la esperanza de que un día se imponga la alegría. En el fondo de su corazón, la experiencia le ha enseñado que esa semilla de Oriente no crecerá solo gracias a los cálidos y amables rayos del sol, sino que también hacen falta las frías gotas del cielo para llegar a florecer.